Autor: Gianluca Fiorini
Generalmente cuando entra un profesor llevando en su mano exámenes a mi salón se forman diversas microescenas dentro del gran caos general. Están los serenos, los que no se inmutan puesto que no se juegan nada, y lo saben. Luego están los que no solo pueden darse el lujo de obtener cero, sino incluso pareciese que tienen el derecho a hacerlo puesto que se han esforzado tanto que valdría la pena adelantarles el descanso; sin embargo, ellos son aparentemente los más preocupados. Por último venimos nosotros, los inadaptados, los que caminamos por el patíbulo de los condenados al rojo jalado, los sin esperanza. Hablo de Matemática, pero es mi caso. Curiosamente aquella situación previamente descrita conserva los roles, pero cambia de actores conforme va cambiando el curso.
No sé si estoy en lo correcto, solo sé que es correcto decir lo que pienso. Amo las fábricas, me encantan: amo los legos y me parece increíble que millones de piezas puedan crearse en tan poco tiempo usando extremidades robóticas de máquinas cuyo funcionamiento estoy condenado a ignorar de por vida. Adoro la Nutella, esa receta cremosa y marrón cuyas fórmulas ni siquiera me he dado el trabajo de leer, pero que soy conciente se produce masivamente y que a mí llegan tan solo unos cuantos pomos al año. Que increíble es la industrialización, benditos sean los ingleses que empezaron con esto: Dios salve a la Reina.
Sin embargo hay dos momentos en donde la maravilla industrial que viene siendo construida desde hace más de ciento cincuenta años para mí se desmorona: cuando veo las cunetas de las carreteras llenas de plástico y cuando caigo en cuenta del funcionamiento del sistema que rige no solo mi colegio, sino también la casi absoluta mayoría de estos a nivel mundial. Y es pues que junto con el proceso de industrializar la producción se terminó industrializando también la educación, lo cual trajo sin duda alguna resultados positivos en un primer momento, puesto que mucha gente pudo acceder a este privilegio cuando antes hubiese sido impensable. Sería pertinente aplaudir este logro, pero que dicho aplauso sirva tanto como reconocimiento como despedida. El sistema no sirve más, ya cumplió su misión en la historia y debe ahora darle paso a uno más moderno, más abierto.
Inicio la argumentación retomando lo dicho al principio del artículo: la estandarización de materias no es ahora la más adecuada para explotar el potencial humano. La orientación de cada alumno responde a su curiosidad, sus intereses, lo que desee hacer por la vida y por el mundo, etc. En ningún momento responde, y es perfecto que sea así, a tener que aprobar. Si uno tiene que aprobar todos los cursos y hacerlo con sobresalientes es porque así lo dicta el sistema: no él mismo. Cada quien tiene diferentes predisposiciones y la educación debería orientarse para poder responder a estas. Es imposible no estandarizar ciertos aspectos, pero esta estandarización debe ser mucho más abierta de lo que es actualmente abriendo un abanico de posibilidades por las cuales un estudiante quiera guiar su educación en vez de ofrecer tan solo un camino.
Supuestamente el alumno ideal es aquel que obtiene veinte en todo, aunque esto es irreal. Podrían decir entonces que el alumno ideal es aquel que tiene altibajos en la libreta, pero siempre aprobando todas las materias. ¿Qué culpa tiene uno si jala uno, dos o tres cursos? ¿Tiene acaso algo de malo? ¿Por qué es insoportable para todos? ¿Es acaso algo que se tenga que arreglar? La culpa no es de uno, sino del sistema. Yo nunca pedí llevar matemática intensa, como una mente científica no pidió jamás que lo hicieran escribir poesía. Tan absurdo como el sistema actual sería proponer que no hay que ver ningún razonamiento abstracto o metodológico, principios de redacción, habilidades de manejo escénico, etc; pero llega un momento en donde la esencia humana (imperfecta) reclama orientarse hacia algo en específico, por lo que el sistema educativo vigente puede describirse incluso como “inhumano”.
Jalar no es insoportable, no ser bueno en todo es lo natural. No adaptarse al sistema del colegio está perfectamente justificado. Creo que sería pertinente recordar que estas palabras no son sustento para la dejadez, sino por el contrario son un llamado para dedicarnos con mayor ahínco a aquello que es nuestro: tenemos permiso para no resaltar en lo ajeno, mas no para bajar el esfuerzo, para mirar a otro lado ni para abusar de estas justificaciones.
Si es que acaso hay alguna verdad dentro de todo lo que he escrito espero que no pase indiferente por la vista de quienes tienen algún poder para transformar este este sistema, dentro de los cuales resaltan por supuesto los mismos estudiantes. Hay una forma efectiva de perseguir las utopías que consiste en empezar pensando que no son tan inalcanzables. Espero algún día ver fábricas que no lleven nombres de colegios, la realidad humana es demasiado compleja como para someterla a un proceso de estandarización tan radical como el que propone la educación actualmente. Por el momento, que no nos desanime una libreta bicolor, que somos más que eso.
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