Autor: Gianluca Fiorini
La mañana del 11 de mayo de 1968, la ciudad de París amaneció conmocionada: autos incendiados, vidrios rotos y barricadas en las calles. Aquello empezó dos meses antes, en marzo, como una protesta de los estudiantes de la Universidad de Nanterre que criticaban el hecho de que hombres y mujeres no pudieran circular libremente por los dormitorios debido a reglas impuestas por mentalidades claramente conservadoras. Con el paso de los días, las protestas se trasladaron a la Universidad de la Sorbona y al Barrio Latino, en pleno corazón de la París. Los obreros no tardaron en sumarse a los estudiantes en las protestas y estas pasaron de reclamar libertades sexuales a ser un contundente grito contra el sistema capitalista imperante. Los universitarios no se resignaban a ser la futura clase explotadora de trabajadores y los trabajadores deseaban desechar por completo la rutina capitalista denominada “Métro, Boulot, Dodó”; que consistía en tomar el metro, ir a trabajar y luego dormir sin haber vivido más que para ser otro del montón. La policía intervino, lo que generó la respuesta de los manifestantes, quienes usaron los adoquines del suelo como arma de largo alcance para defender sus barricadas (que cerraban calles, pero abrían caminos); las jornadas de enfrentamientos dejaron cerca de mil personas heridas.
Hace unos días, estalló en las calles de Santiago de Chile una protesta que, sesenta y un años después, encuentra grandes similitudes con el movimiento parisino. Si bien el motivo de protesta es distinto y menos ambicioso, nos encontramos con un pueblo saliendo a las calles a protestar con indignación ante una situación notablemente desfavorable y que había, al menos para nosotros los peruanos, pasado desapercibida ante la aparente prosperidad de nuestro vecino del sur. Estas protestas buscan, sin embargo, un cambio en el sistema y así como fueron admirables los hechos del Mayo Francés en 1968, es ahora admirable lo que ocurre en Santiago; personalmente, no puedo sentir más que orgullo de que un movimiento de tan impresionante envergadura se esté llevando a cabo en nuestro continente.
Nuestra región ha sido siempre escenario de marchas, de arengas en los puños, de gases lacrimógenos, de héroes y villanos; y de plazas con pancartas, cuando no de guerrillas en los montes. A un contexto propenso a este tipo de actividades habría que sumarle el hecho de que Chile posee un caso particular: es un país que ha pasado por dieciséis años de una brutal dictadura. Augusto Pinochet llegó al poder en un golpe militar extremadamente violento y apoyado además por intereses estadounidenses en la región. Con el bombardeo al Palacio de la Moneda y una infinidad de detenciones arbitrarias se puso fin al gobierno de Salvador Allende, quien estaba llevando a cabo reformas profundas en favor del pueblo chileno. ¿No será acaso que la explosión social que vive hoy en día Chile encuentre sus antecedentes en aquel intento de revolución que Allende estaba llevando a cabo pero que no le dejaron culminar? Se habla de treinta años en los que se han ido acumulando en el pueblo estos problemas. Pinochet salió del gobierno en el año 1990, con un redondeo mínimo damos ahí con aquellos treinta años. Las raíces de estas protestas se remontan a los años oscuros de la dictadura, y el hecho de haber establecido presencia militar y un toque de queda en las calles no hizo más que seguir abriendo aquellas heridas. Todos los elementos se fusionaron para crear el ambiente propicio para un movimiento masivo como el que estamos viendo ahora, podría decirse incluso que vemos al chileno combatiendo con sus fantasmas reflejados en el recuerdo de un anciano canoso de porte marcial y uniforme gris con detalles rojos y dorados saludando con la mano en la sien, débil pero demonio.
Llegamos entonces a la conclusión preliminar de que las protestas en Chile son completamente pertinentes, que los enfrentamientos violentos entre ciudadanos y militares (o fuerzas antidisturbios) están sustentados por importantes cargas sociales y que son también producto de un proceso que fue cortado abruptamente; proceso que casi todos los países de la región hemos vivido, cada uno a nuestro modo.
Hay un segundo punto al cual no podemos permanecer indiferentes. Esta gran campaña de protestas inició con un aumento en el cobro de los pasajes de metro. Quienes iniciaron con todo esto no fueron los universitarios, como en París, ni los obreros: fueron los escolares, personas de entre quince, dieciséis y diecisiete años. La forma en la que supieron organizarse para burlar el pago de los pasajes ante su disconformidad en una asombrosa táctica de desobediencia civil es digna de admiración. Me impactó especialmente la foto de una chica santiaguina, con falda escolar a cuadros, sentada sobre una de las máquinas cobradoras del metro viendo fijamente a un carabinero antidisturbios dotado de armadura verde que la doblaba en masa. Sin embargo, no puedo evitar sentir pena en medio de todo esto cuando me hago la siguiente pregunta: ¿y acá qué hacemos? ¿Qué hacemos los escolares peruanos para protestar por aquello que no está bien en la sociedad?
Recordemos que la política es la vía para tener un impacto en la sociedad, ¿cómo pretendemos generar un cambio si es que contamos con una juventud completamente apolítica? Están los que no protestan porque se creen eximidos de responsabilidades políticas por su poder económico y quienes optan por aceptar como normales los problemas sociales aunque sean los más afectados. Distinciones de colegios, de lugares de residencia, de raza y muchas otras son aquellas que nos impiden gozar de un juventud realmente unificada y vigilante ante cualquier atentado por parte de nuestra clase política contra el país que vamos a heredar; de cualquier manera, la juventud peruana pasa por un momento crítico.
Hasta que no se logre generar conciencia, hasta que no logremos contar con una generación unida de jóvenes, hasta que no dejemos atrás nuestro sistema del pasado, no lograremos ver movimientos sociales de magnitud tal como los que se vieron en París ni como los que vemos hoy en Santiago de Chile. Por el momento, no nos queda más que admirar la valentía del pueblo chileno o de recordar con nostálgicos suspiros aquel movimiento de mayo. Ojalá algún día hayan barricadas en mis calles, ojalá algún día me despierten los gritos de un pueblo que durmió por mucho tiempo.
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