top of page

Una historia de un “yo”, un “tú” y un “él”

Foto del escritor: La Voz del LoboLa Voz del Lobo

Autor: Doménico Chang

 

Todo estaba vacío. Obscuro. No se veía nada. Allí estaba yo, sin poder hacer alguna acción. Estaba tan aburrido que una luz despertó en mí. Una llamada de creatividad. Repentinamente me urgía salir de la negrura de este ambiente. Entonces cree la luz. Un destello. Una chispa, originada de una explosión. Se formó una bola de gases, sin orden aparente, pero con una extraña simetría. La fui observando detenidamente. Todas las partículas que la conformaban. Las rocas de luz y oscuridad que se creaban. Era impresionante, pero le faltaba algo. Todo seguía un rumbo predeterminado y predecible, nada era extraordinario. Entonces creé el concepto de la vida. No quería que fuera eterna, o se volvería predecible. Quería que durara poco, para que así, aquellos con dicho don pudieran aprovecharlo al máximo, entreteniéndome por mucho tiempo. Por eso creé a la vez el concepto de la muerte.


Estaba maravillado con mi pequeña obra. Los veía evolucionar y mejorar en cada generación. Era tan bello, pero no tenía a nadie con quién compartirlo. Nadie a quién mostrarle lo que había hecho. Entonces me creé a mí mismo, pero con otra perspectiva. Un yo, que ahora eres tú. Creado en base a mi propia imagen, pero no igual, ni tan distinto. Con mi misma capacidad de crear y de juzgar. Un amigo. Al principio te encantó el lugar, nombraste la vida como la mejor creación. Fuimos creando juntos más y más conceptos: el tiempo, el amor, la autonomía. Todo con el fin de ayudar a que mi obra maestra mejorara cada día más. Pero había un problema, tú no tenías tu propia obra maestra, tu propio concepto del cual estar infinitamente orgulloso por. Estabas tan concentrado en replicar lo que yo había hecho que nunca buscaste innovar en algo enteramente tuyo. Con el tiempo, todo se volvió repetitivo. Ya no tenías originalidad, y a mí se me habían acabado las ideas. Ya no había un punto en existir; ya lo sabíamos todo, ya lo habíamos creado todo.


Un día se te ocurrió algo, no era un concepto, sino una idea. “Hay que observar a aquellos seres vivientes, tal vez ellos tengan más creatividad que nosotros. De todas formas, tú les diste parte de tu poder”, dijiste. Yo te hice caso, y los fuimos mirando muy detenidamente. Los veíamos todos a la vez, cómo avanzaban y evolucionaban en conjunto, pero nunca nos detuvimos a mirar detenidamente a la unidad. Decidimos centrarnos en uno solo: en él. Su nombre y origen no importaban; todo era muy corto como para hacerlo. Él era un inventor, le gustaba jugar con mi creación, intentando desafiar las reglas que yo mismo impuse con inventos, uno cada vez más ingenioso que el resto. Todas esas cosas ya las sabíamos, sin embargo. El verlo juguetear se volvió aburrido, aún en el corto tiempo en el cual vivió. No obstante, te diste cuenta de algo que yo no hubiera notado. Él no creó cosas existentes solo porque ya las conocíamos. Él creó cosas desconocidas aún para su entendimiento, sin importar si nosotros ya las conociéramos o no.


Habiendo deducido eso, canalizaste tu poder, oxidado ya por la falta de uso en todo este tiempo, y, gracias a él, creaste algo de lo que estarías más orgulloso conforme pasaban las épocas. Un concepto desconocido por todos, incluso por mí mismo, que ponía en prueba todo lo que había creído por eones. Un concepto tan nuevo, tan original, que no pudo ser expresado en meros símbolos ni sonidos. Un concepto que nos permitió crear más allá de lo que pensábamos posible. Ya no habían límites. Gracias a ií, sin importar lo que creemos, nunca nos acabaremos sin conceptos. Ya no. E incluso si eso ocurriera, crearíamos algo que reemplazara al mismo concepto de “concepto”. Hicimos lo que él hizo, pero en grande. Bastante grande. Nada nunca era ya desconocido, más lo que no habíamos creado aún.


- Testimonio de un Dios.


7 visualizaciones0 comentarios

Entradas recientes

Ver todo

Comments


bottom of page